martes, 4 de noviembre de 2008

Julio Cortázar nos apoya, pero después no tanto

Como todo el mundo sabe, la hormiga es un animalito encantador cuando uno se lo encuentra evolucionando sobre una mesa o tratando de escalar el tobillo de nuestra tía. Habría que ser infame para ensañarse contra una hormiga, que sólo nos morderá si tratamos de apretarle la cabeza entre los dedos. A nadie aprecio más que a una hormiga, insecto paradigmáticamente laborioso, Maeterlinck, Fabre, etc. El único problema es que, como los nazis y los fanáticos del rock’n roll, las hormigas no vienen nunca solas sino en avasalladoras multitudes, y el encanto de lo individual se diluye en el horror de la masa bruta, exactamente como nos pasó anoche cuando al disponernos al reposo en la tibia y acogedora barriga de Fafner descubrimos que los industriosos insectos en cuestión habían trepado por los neumáticos para introducirse en espesas legiones hasta invadir todos los rincones invadibles del dragón, que los tiene abundantes, y que mientras unas setecientas cuarenta intentaban acabar con un pan de manteca, varios miles proliferaban del lado del salame, las galletitas saladas y las seis bananas compradas ese mismo día con la intención de hacer un rotundo arroz a la cubana.

Julio Cortázar - Los autonautas de la cosmopista

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